Un pintor aragonés en Madrid para la corte ilustrada de los Borbones
Un 30 de marzo de 1746 Fuendetodos, un insignificante pueblecito del sur de la provincia de Zaragoza, empieza su andadura histórica. En esa fecha nació allí, de forma casual, uno de los grandes maestros de la pintura española del s. XVIII: Goya. Su madre, que pertenecía a la pequeña nobleza aragonesa, y su padre, que ejercía de dorador de retablos, se trasladaron a esta población mientras restauraban su vivienda de Zaragoza donde residían i tornarían un año más tarde. Este gran pintor vivió a caballo de 2 siglos como Shakespeare o Cervantes y otros grandes personajes ilustres. A ser sincero, nuestro artista tuvo también influencia enorme en la época vanguardista del siglo XX. Sus inicios no fueron demasiado optimistas; por dos veces entró en el concurso de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1763 y 1766), pero en ninguno de ellos obtuvo éxito, por lo que sus primeros contactos con Madrid se pueden considerar de auténticos fracasos: si quería ir a Italia lo tendría que pagar de su bolsillo, y así fue.
De su infancia poco se sabe y ello indica que sería la de un niño normal que cursó sus primeros estudios en un colegio religioso. En 1760 le hallamos ejercitando sus primeras experiencias en el arte de la pintura en el taller de un modesto pintor de la cámara de Felipe V llamado José Luzán y Martínez, quien le orientó hacia la copia de grabados; parece ser que sus padres pasaban penurias económicas y él quiso contribuir con su trabajo para ayudar a su familia. Tal vez tuvo pequeños encargos en iglesias locales, donde ornamentaría altares, sagrarios,…trabajos que conocía por experiencia familiar por un lado y por otro de una dimensión nada extraordinaria que hiciera prever la madurez explosiva de auténtico e ingenioso pintor. A Goya le atrajeron quizás las perspectivas tan seductoras de los artistas de la corte de Carlos III, y sobre todo la lucha divergente de los que perseveraban en el barroquismo y rococó decadentes, entre ellos Tiépolo, y los iniciadores del neoclasicismo comandado por el famoso pintor de retratos el bohemio Anton Raphael Mengs, que además de ser un buen pintor era también un personaje importante e influyente en Madrid.
De los trabajos realizados en la Academia de dibujo de Zaragoza dirigida por Luzán, no se conoce o no se conserva prácticamente nada; aunque se le atribuyen algunos cuadros de temática religiosa como la «Sagrada Familia con San Joaquín y Santa Ana ante el Eterno en la gloria» en un barroco tardío al estilo de Nápoles y de fecha también incierta. No es de extrañar que sus contemporáneos dejaran en el olvido sus creaciones de juventud, y eso era debido que Goya progresaba muy lentamente, tanto que nadie esperaba de él que llegase a sobresalir en la pintura.
Si en 1970 lo encontramos en Roma, Venecia, Bolonia y en Parma para entrar en el concurso de aquella Academia con resultado de mención honorífica, en 1971 lo hallamos en Zaragoza pintando los murales al fresco de la «Gloria» en la capilla de la Virgen del Pilar, con una libertad de impulsos que más hacen pensar ya en la pintura francesa de la época. A partir de aquí, su estilo se desarrolla con mayor soltura tal como se muestra en la cartuja de Aula Dei: grandes pinceladas, impulso vertical y figuras que emanan fuera de las normas del neoclasicismo.
Supo aprovechar para encaminar su economía la influencia que su cuñado, el pintor Francisco Bayeu, tenía en la Corte de Madrid, quien a proposición de Mengs estaba decorando el Palacio Real. Ya en 1775 había recibido el encargo de ejecutar unos cartones para la Real Fábrica de Tapices destinados a El Escorial. Este trabajo lo realizó al estilo de Bayeu y duró hasta 1792; la narrativa de Goya en trabajos anteriores tuvo que dejar paso al academicismo. Mientras, entre las fechas citadas, realizaba también cartones para Mengs con temas de tipo popular en los que se encontró dentro de una atmósfera más cercana a su interpretación, pero con signos evidentes de Tiépolo y Velázquez, de quien copió al aguafuerte su «Huida a Egipto». En 1780 fue elegido «miembro de mérito» por la Real Academia de Bellas Artes con el «Cristo crucificado», una pintura fría al estilo de Francisco Bayeu y que se conserva en el Museo del Prado. A partir de este momento, se deja llevar por sus extraordinarias dotes del colorido y se va apartando del neoclasicismo para adentrarse en el naturalismo de creación folklórico como se muestra en los cuadros de la «Anunciación» para los Osuna, o los lienzos sobre «La vida de San Francisco de Borja» para Santa Ana en Valladolid, o los más místicos para la catedral de Valencia, que algunos comparan con el propio Zurbarán. En el Museo del Prado pueden contemplarse bajo este estilo «La pradera de San Isidro», «El columpio» y «La cucaña».
En 1785 alcanzó la vicedirección de la Academia de San Fernando y, luego, nombrado pintor del rey; por ello se puede deducir como el período más gratificante de su carrera por el reconocimiento y honores recibidos. La mayoría cortesana desea ser retratada por el Pintor, ya que ven en él que sabe captar la esencia humana de sus personajes, sobre todo los femeninos. Destacan los retratos de la «Duquesa de Osuna» y la «Marquesa de Pontejos» por la refinada sensibilidad y la gama de grises plateados entre reflejos luminosos.
En 1789 fue nombrado por Carlos IV «pintor de cámara» y retratista real; es la época que coincide con su sordera a causa de una enfermedad contraída en Cádiz. La sordera le produjo una mutación importante que contrapuso la realidad a su imaginación; se sintió inquieto políticamente ante la caída en desgracia de su amigo Jovellanos. Su pintura está en consonancia con la rebeldía que siente en su interior, saltándose los cánones tradicionales para dar rienda suelta a la «invención y al capricho»: véanse en la Academia «El entierro de la sardina», «La corrida de toros en un pueblo», «El manicomio» o «La escena de la inquisición», pues en todos ellos se resalta el fanatismo, la violencia y la superstición; los colores neutros se mezclan con otros pastosos entre los que sobresalen los rojos, azules y amarillos. El punto culminante se halla entre los 72 grabados de los «Caprichos» como un compendio de vigilia, sueño y razón. El intimismo se relaciona con la caricatura, la imagen a una simple apariencia; es la época de las transparencias como las manifestadas en varios retratos de la «Duquesa de Alba».
Todo lo dicho puede resumirse en el «Retrato de la familia de Carlos IV», ya en los albores del siglo XIX. En él Goya asume el papel de Quevedo o Valle Inclán en la pintura; es despiadado con los personajes que pinta, matizando sus rostros decadentes y viciosos con un cromatismo impío y caricatura cruel. Será su último retrato de la realeza; la política española también cae en los abismos de las garras francesas. Goya se siente angustiado al ser testigo de los fusilamientos realizados por las tropas francesas en el «dos de mayo» madrileño. A partir de esta fecha se hace necesario crear un segundo Blog dedicado a Francisco de Paula José Goya y Lucientes.
Obras importantes de la época descrita:
«La maja y los embozados» Puede verse en el Museo del Prado. Es un óleo sobre lienzo. Pertenece a la serie de 10 cartones para los tapices destinados al Palacio del Pardo, hechos entre 1776 y 1778. Son de un naturalismo muy acertado, donde los personajes están en consonancia con el paisaje.
«El quitasol» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo. Es el cartón más elogiado de la serie por su cromatismo y espontaneidad de las figuras.
«La cometa» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo. Representa un fragmento de la vida popular. La composición va desde un primer plano oscuro para ir ganando claridad a medida que se aleja al cielo.
«El ciego de la guitarra» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo en 1778. Es una composición muy elaborada; en el rostro del guitarrista puede observarse rasgos pictóricos de facción expresionista. Fue encargado para adornar en el Palacio del Pardo la antealcoba de los príncipes de Asturias. Sobre el mismo tema existe un precedente en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
«El cacharrero» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo. Destinado también para la alcoba de los príncipes de Asturias. Podemos observar la precisión de la luz sobre las figuras; asimismo la libertad en pinceladas amplias, como también las imperfecciones corregidas en las ruedas del carruaje por la rapidez en que fue realizado.
«La vendimia» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo en 1786. Con este cartón se estrena como «pintor del rey» para adornar el comedor del Palacio del Pardo. La luminosidad ambiental se entremezcla en el grupo figurativo ideado como una pirámide. Puede notarse cómo se difunde una técnica diferente.
«La maja desnuda» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo realizado en el último año del siglo XVIII. Se desconoce la modelo, aunque hay quienes suponen que se trata de la duquesa de Alba; también se cree que fue encargado por Godoy. Es el segundo desnudo femenino de la pintura española, ya que el primero debe su autoría a Velázquez en su «Venus del espejo». Existe una diferencia abismal entre ambas modelos; si en Velazquez se muestra una figura idealizada, Goya confecciona la suya como una mujer llena de vitalidad y con un cuerpo sensual y provocativo. Su pintura fue considerada obscena en su época y hasta materia de denuncia para la Inquisición.
«El pelele» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo. Una ironía sarcástica se nos presenta en un juego con el que Goya quiere poner de manifiesto la malicia femenina: el pelele es un muñeco de paja lanzado al aire por cuatro jóvenes cuyas expresiones lo dicen todo.
«Retrato de mujer» (Museo del Prado). Óleo sobre lienzo. Uno de tantos cuadros que Goya pintó, traído aquí porque algunos críticos, consideran que la modelo podría ser la esposa de Goya, Josefa Bayeu; aunque otros afirman que no puede serlo, por razones de edad. Destacan la luminosidad, la intensidad de su mirada y la expresión del resto de su rostro con un cierto recato.